(Relatos de un Aventurero del siglo XX y XXI)
UNA LOCURA EN CANADA
Eran las cuatro de la tarde cuando, tras algo más de diez horas de vuelo, aterrizamos en el aeropuerto de Toronto. En esta ocasión viajaba con un amigo periodista de RNE, Eduardo Moyano, que en ese momento era el director de REE, y aunque sea feo decirlo está todavía más «loco» que yo. Y digo esto, porque a Eduardo le daba pánico volar, lo cual sumado a la paliza que fue meterse en un tren durante tres días y tres noches para recorrer los 4.467 kilómetros que separan Toronto de Vancouver, en la costa oeste, es decir, en el océano Pacífico, sumado a las doce horas del vuelo de regreso, hace de ello una locura típica de muy pocos aventureros.
UNA LOCURA EN CANADA
Eran las cuatro de la tarde cuando, tras algo más de diez horas de vuelo, aterrizamos en el aeropuerto de Toronto. En esta ocasión viajaba con un amigo periodista de RNE, Eduardo Moyano, que en ese momento era el director de REE, y aunque sea feo decirlo está todavía más «loco» que yo. Y digo esto, porque a Eduardo le daba pánico volar, lo cual sumado a la paliza que fue meterse en un tren durante tres días y tres noches para recorrer los 4.467 kilómetros que separan Toronto de Vancouver, en la costa oeste, es decir, en el océano Pacífico, sumado a las doce horas del vuelo de regreso, hace de ello una locura típica de muy pocos aventureros.

Pues bien, una vez aclarada esta broma, diré que el viaje fue una experiencia inolvidable, y muy interesante, tal vez un poco cansada, seguramente por haberla realizado en una época del año no muy recomendable --en el mes de Diciembre se encuentra nevado la gran mayoría de Canadá--, aunque mereció la pena y ahora la recuerdo con cariño. Posiblemente la Primavera o el Verano, e incluso durante la primera época de Otoño, las condiciones climáticas son bastante más aconsejables que en la estación blanca, en la cual viajamos nosotros, ya que en estos meses los días son muy largos y la luz es idónea para poder contemplar el paisaje e incluyo fotografiarlo con todos sus colores.

Las horas iban pasando lentamente, y la pregunta seguía siendo la misma; ¿qué hacían dos «españolitos de a pie» como nosotros en un lugar como éste? Pero estaba bien claro, ya que lo habíamos planeado así desde un principio. Si lográbamos cruzar Canadá de costa a costa en el invierno, lo demás sería muy fácil. Poder contemplar los cientos de lagos que aparecieron a lo largo del recorrido, cubiertos en su mayoría de hielo y nieve, o admirar esas grandes extensiones de bosques que abundan por todo el país, es una experiencia que, al menos yo, nunca olvidaré.
El tren entrando en las Montañas Rocosas
Sin embargo, lo ideal hubiera sido hacer el viaje en otra época del año, cuando el sol ilumina durante gran parte del día, esos colores que la naturaleza Canadiense ofrece a cuantos la desean contemplar. Pero ya que este maravilloso país seguirá ahí por muchos años, lo único que tengo que hacer es volver en otra época más florida.

Por ahora me conformo con haber podido admirar lo anteriormente citado, o lo que más tarde pude fotografiar, llegando a Vancouver. Me estoy refiriendo a las majestuosas Montañas Rocosas, las cuales se encontraban cubiertas de nieve en su totalidad. Atravesarlas en el Transcanadiense y pensar por un momento que las famosas Rocosas aparecían ante mí, como si de una película del oeste o un anuncio de cigarrillos se tratara. Fue una de las mejores experiencias que he vivido hasta la fecha, aunque espero pronto volver y admirarlas más detenidamente.
Rafael Calvete ©
Rafael Calvete ©
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