(Relatos de un Aventurero del Siglo XX y XXI)
DE DAKAR A BAMAKO EN















DE DAKAR A BAMAKO EN
EL EXPRESSO AFRICANO
El continente africano fue, durante mucho tiempo, el más enigmático y exótico del mundo. Las noticias que de él se tenían estaban, casi siempre, expresadas en términos condescendientes, como si sus hombres y mujeres fueran seres inferiores.
Mi aventura en esta ocasión empezó en el mercado Kermel, en el centro de Dakar, la capital senegalesa que nos recuerda a cada rato que estamos en África. Pero, en realidad, se advierten pocas muestras de una auténtica cultura africana en esta ciudad y, aún después de 25 años de independencia de Senegal, la presencia europea sigue haciéndose sentir por todas partes.
El continente africano fue, durante mucho tiempo, el más enigmático y exótico del mundo. Las noticias que de él se tenían estaban, casi siempre, expresadas en términos condescendientes, como si sus hombres y mujeres fueran seres inferiores.
Mi aventura en esta ocasión empezó en el mercado Kermel, en el centro de Dakar, la capital senegalesa que nos recuerda a cada rato que estamos en África. Pero, en realidad, se advierten pocas muestras de una auténtica cultura africana en esta ciudad y, aún después de 25 años de independencia de Senegal, la presencia europea sigue haciéndose sentir por todas partes.

Como decía, en este célebre mercado, a pesar de su interesante arquitectura mixta, los vendedores ofrecen artículos mediocres, concebidos para turistas, y sólo las elegantes negras, enfundadas en sus bubus multicolores, dan un cierto encanto al lugar. De modo que una vez visitado este mercado de Dakar, lo más aconsejable fue buscar el África verdadera, el autentico continente negro, el que siempre hemos querido explorar y que se encuentra más hacia el interior. Lo más aconsejable para poder llegar al país vecino de Mali, y más concretamente a la famosa ciudad de Bamako, fue hacerlo en uno de los transportes más legendarios de ese continente, el tren “Expresso Africano”.

Cada martes y viernes, desde el amanecer, la estación ferroviaria de Dakar acostumbra a vivir una gran agitación. Aunque este tren, conocido por los nativos como el Expresso Océano-Níger, parte al mediodía con todos aquellos que han conseguido billetes de segunda clase, la gran mayoría, se ven obligados a llegar muy temprano si quieren encontrar un asiento libre y un lugar para su equipaje. Los vagones ya estaban repletos a primeras horas del día, y fuimos pocos los masoquistas occidentales que deseábamos hacer este largo viaje, de algo más de 30 horas, en condiciones incomodas como fue mi caso al tener que viajar de pie o acostado en el suelo del pasillo durante gran parte del trayecto.

Claro que como siempre la experiencia unida a la picaresca, pudo superar este tipo de problemas al contratar los servicios de algún que otro joven y vigoroso "experto ferroviario" para que vigilara mi equipaje mientras estiraba las piernas o me buscara asiento libre en otro vagón. Estos desenfadados cultores del mercado negro, por una cantidad que no excedió de 1000 francos senegaleses, me consiguieron un “confortable” asiento aunque sus métodos para hacerlo no resultasen del todo ortodoxos.

La partida con aquel tren fue bastante violenta en más de un sentido. El maquinista hizo sonar el silbato de la locomotora y todo el tren se movió de arriba a abajo. Entonces comenzó la verdadera aventura. Pero como en África todo es posible, empezaron las molestas paradas a pocos kilómetros de la salida. La primera para dejar a los vendedores que no habían tenido tiempo de saltar del tren; la segunda ante un paso a nivel, donde los coches tienen prioridad; la tercera por una razón cualquiera y así sucesivamente.

En cada parada, infinidad de niños se acercaron a los vagones para saludar al convoy, a pedir dinero, a ver algo curioso cómo podía ser la cara de un pasajero blanco europeo. Mientras esto ocurre, los viajeros de ambas clases van acomodándose en sus respectivos lugares, entre paquetes, bultos y niños.

Cuando se había recorrido unos treinta kilómetros desde la estación de Dakar, se produjo la primera parada oficial en Rufisque, antigua capital del cacahuete y hoy ciudad industrial. Las etapas sucesivas no fueron tan cómodas; hicieron falta varias horas para poder llegar hasta Thies, la ciudad que debe toda su importancia a los ferrocarriles senegaleses, los cuales hicieron allí un importante entronque. En realidad, este viaje me sirvió, entre otras cosas, para conocer una gama amplísima de comidas y artesanías, que hicieron acto de presencia en las estaciones donde el tren efectuó algunas paradas.

Sin excepción, en cada estación que parábamos, el tren fue “asaltado” por una multitud de vendedores, que proponían a los pasajeros diversos negocios con las especialidades del pueblo. Pero, mientras se llevaba a cabo este comercio fuera del tren, se producía otro, tal vez más interesante, de adentro hacia afuera. El pan fresco y el pescado eran las mercancías más solicitadas por la mayoría de los viajeros, por lo que varios “comerciantes viajeros empedernidos” se habían embarcado en la ciudad de Dakar con las bolsas repletas de estos productos.

Durante la noche, curiosamente las paradas parecían multiplicarse, y el movimiento de los vendedores no disminuye un ápice. Al pasar por Kayés, después de medianoche, ya con varias horas de atraso, mucha gente se bajó del tren, y otros tantos ocuparon sus lugares. Las discusiones se sucedían por doquier en diferentes dialectos africanos, pero cuando los discutidores no alcanzaban a entenderse, terminaban por dar gritos en un pintoresco francés regional.

Kayés se caracteriza por ser uno de los lugares más calurosos de la Tierra, con temperaturas que, durante la noche, llegan a alcanzar los 40 grados centígrados. El rudimentario bar de aquel convoy, hay que reconocerlo, tenía una provisión aparentemente interminable de limonada, más o menos fresca, gracias a varias barras de hielo que iba derritiéndose a medida que proseguía aquel interminable viaje. Pero aún con esta ayuda, la travesía de Kayés a Bamako se transformó en una extenuante sauna.

Horas después, una extraña parada me despertó, al igual que a gran parte de los pasajeros. Poco a poco, y a través de comentarios se dedujo que había una vaca pastando en medio de la vía del tren, la cual no estaba dispuesta a ceder el paso al famoso Expresso Africano. Al parecer, esta escena era bastante frecuente según varios de los compañeros de viaje que decían que en casi todos los trayectos era posible tener encuentros similares con una o dos reses despistadas.

Poco a poco, el tren se iba acercando a Bamako, el final de una aventura de 1230 kilómetros que es la distancia que separa a Dakar de esa ciudad, la capital de Mali. Al principio de aquel viaje pude experimentar la ausencia de indicios de una tradición cultural genuina. En el interior del tren, a lo largo de esta larga línea de ciudades, tales como Dakar, Kidira, Kayés, Bafoulabé y Bamako, entre otras, se encontraban numerosas muestras de esa cultura a la que me refiero. Una rara fusión de muchos grupos étnicos aborígenes que tuvieron sus momentos de esplendor entre los siglos XI y XIV, para más tarde ser subyugados, explotados y casi destruidos por aquellos invasores de ultramar, los cuales perseguían el más vil de los comercios: el de los esclavos.

Para el periodo en que se construyeron los primeros ferrocarriles en Senegal, en 1885, la compra venta de esclavos se hallaba en plena decadencia, aunque hoy en día todavía persiste en algunos países africanos, y era remplazada por el cultivo del cacahuete.
Por fin, se anuncia la cercanía de Bamako, sobre la margen del Níger, y los pasajeros empiezan, caóticamente, a ordenar sus bultos y a buscar a sus hijos y otros familiares. Este ambiente incomparable que es la vida de un africano, comienza a desintegrarse. Los cantos van acallándose, los restos de comida desapareciendo en bolsas y paquetes, los insólitos comercios cerrándose. En cambio, los silbatos de la locomotora son más frecuentes, las sacudidas puntualizan una pérdida de velocidad y los suburbios de la ciudad por la que atraviesa comienzan a aparecer por ambos lados del tren, donde han quedado las vacas agonizantes, los pequeños villorrios cuyo único momento de despertar es el paso del ferrocarril, y la esperanza de que ese paso se repetirá, una vez más, dentro de dos o tres días.
Por fin, se anuncia la cercanía de Bamako, sobre la margen del Níger, y los pasajeros empiezan, caóticamente, a ordenar sus bultos y a buscar a sus hijos y otros familiares. Este ambiente incomparable que es la vida de un africano, comienza a desintegrarse. Los cantos van acallándose, los restos de comida desapareciendo en bolsas y paquetes, los insólitos comercios cerrándose. En cambio, los silbatos de la locomotora son más frecuentes, las sacudidas puntualizan una pérdida de velocidad y los suburbios de la ciudad por la que atraviesa comienzan a aparecer por ambos lados del tren, donde han quedado las vacas agonizantes, los pequeños villorrios cuyo único momento de despertar es el paso del ferrocarril, y la esperanza de que ese paso se repetirá, una vez más, dentro de dos o tres días.

Como un fiel reflejo de la evolución del continente africano, el tren que hoy día realiza el trayecto entre Dakar y Bamako, o viceversa, tarda ahora mucho más en terminar el viaje que hace 20 años. Eso si se cumplen los horarios, lo que no es frecuente. Se puede saber el día que se sale, pero no necesariamente cuando se llega. Los motivos son variados: un desperfecto en las vías, una avería en la locomotora, una fiesta religiosa importante en algún lugar del recorrido o cualquier razón peregrina que nadie se molesta en averiguar. La temperatura, dentro y fuera de los vagones, puede alcanzar niveles insoportables, sobre todo cuando hay que cerrar las ventanillas para que no entre la lluvia, o el polvo, o los insectos. Un billete con reserva no garantiza un asiento, porque una misma plaza puede ser entregada a varios pasajeros. En el supuesto caso de que el tren salga con agua para el inodoro, ésta se acabará a las pocas horas de viaje. Y corren rumores de que los ladrones campan a sus anchas, sobre todo por la noche.

¿Por qué se puede querer viajar en estas condiciones? Primero porque las alternativas para viajar por carretera no son mucho mejores. Y segundo porque, como ocurre cuando las condiciones de vida no son las mejores, aparece un cierto espíritu de camaradería entre los pasajeros, lo que permite vislumbrar un África verdadera, vital, generosa. Y por el espectáculo de vida que se observa también desde las ventanillas y en las numerosas paradas. Muchos vendedores suben en una parada y se apean en la siguiente para vender su mercancía, que siempre son productos locales: si ofrecen pescado es que estamos cerca del río Senegal o del Niger, dependiendo si estamos cerca de Dakar o de Bamako.

Si todo va bien, el control de pasaportes en la frontera se hace a la mañana siguiente de la salida. Si no, bajo la canícula del mediodía o lo que es peor, en medio de la noche, alumbrados con una linterna. Significa que ya estamos a medio camino. Dentro de poco aparecerán los primeros baobabs. Al día siguiente, de madrugada, se debería llegar a una de las dos capitales africanas.
Rafael Calvete ©
Rafael Calvete ©
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