domingo, 1 de marzo de 2009

(POR EL MUNDO)


Tras las huellas de Amundsen en el Museo Polar de Tromso


Tromso es la última ciudad noruega del Ártico, pasado ya el famoso círculo de los 66º de Latitud Norte. Estamos en el territorio de los vikingos del norte, los más fieros, los más temidos, los más independientes. Tromso es una ciudad polar y una lengua de agua fría, color acero, reflejo de un cielo escondido, observada por dos márgenes de casas de madera y un fondo nevado de tundra negra. Lo que no es blanco, es negro. Sólo el cielo y el agua tienen un color transeúnte, agrisado y metálico. En verano, el Sol de Medianoche hace ya su curva sin ocultarse y los días son como atardeceres negros de hielo. Es la ciudad a la que tiempo atrás acudieron algunos de los grandes expedicionarios para embarcarse en nuevas aventuras.








Cuando me encontraba visitando esta ciudad, me acerqué hasta su puerto ya que allí se encuentra el Museo Polar que es único en su género. Una vez dentro pude disfrutar de un recorrido histórico por la navegación ártica y las exploraciones polares que tuvieron en Tromso una de sus bases predilectas para lanzar los infructuosos ataques hacia el mítico Polo Norte. He de decir que este museo también dedica buena parte de sus salas a la figura de Roald Amundsen, el explorador noruego que llegó a conquistar el Polo Sur.
Fue el 18 de junio de 1928 cuando Amundsen partió del aeropuerto de Tromso, situada a 69° 40′ 33″ N y 18° 55′ 10″ E, en la aeronave Latham para tratar de socorrer a su amigo italiano Humberto Nobile y los tripulantes del dirigible Italia accidentado en la banquisa polar. Nunca más se volvió a saber nada de Roald Amundsen, ni del resto de la tripulación.

Me gustaría recordar a los que no han llegado todavía hasta estas tierras que el gran norte noruego es una basta e infinita tierra de la noche perpetua y de la luz sinfín, en donde la puesta de sol en el verano dura dos meses y medio. El 95% de este territorio está compuesto por bosques vírgenes, y sus habitantes aspiran a que se mantenga así por muchos años. Siendo un territorio tan extremo, no es de extrañar que el barco y el avión sean la única forma de garantizar las comunicaciones con los asentamientos humanos que se diseminan en esta gran tundra blanca, ya que parecerá que nos encontramos en el fin del mundo.


Pero, la ciudad de Tromso es además el más grande centro pesquero del país, especialmente para el arenque y bacalao, es también el puerto abastecedor para las grandes expediciones y el comercio en esta parte del Ártico. Cuenta además con un museo de investigación sobre el pueblo lapón y su cultura, y hay un instituto para el estudio de la aurora boreal (Aurora borealis), de la que ya he escrito algo sobre ella en anterior ocasión. Y, si todo esto que estoy comentando fuera poco, os diré que en 1944 el acorazado alemán «Tirpitz» fue hundido por aviones ingleses muy cerca de esta ciudad.



He de decir que Tromso es también la ciudad de los vikingos que se adentraban en la vecina Rusia o atravesaban el Ártico hacia Islandia y Groenlandia en otros tiempos, además de ser el lugar desde donde partió el explorador Roald Amudsen hacía el Polo para ser el primero en plantar la bandera noruega. Y lo hizo a bordo de un barco de casco redondo, el Fram, a imagen de uno vikingo, que evitaba la presión del hielo y le hacía subir a la superficie cuando las aguas se volvían sólidas. Este barco se encuentra expuesto en otro museo que hay en la ciudad de Oslo: el Fram Museum. Roald Amundsen nació en Borge el 16 de julio de 1872, una pequeña ciudad cercana a Frederikstad, situada al Suroeste de Noruega, y murió en el Ártico en junio de 1928. Era el cuarto hijo de una familia de marinos y propietarios de navíos, aunque su madre le eligió para que se alejara de la industria naval familiar y así pudiera estudiar medicina. Una promesa que el aventurero mantuvo hasta que su madre murió, cuando él contaba ya 21 años. Sin embargo, Roald Amundsen había sentido toda su vida la llamada de la exploración, un oculto deseo inspirado por la primera travesía a Groenlandia hecha por Frdtjof Nansen en 1888, y la trágica expedición Franklin. El explorador Nansen había visitado la costa oriental de Groenlandia en busca de algunos ejemplares zoológicos y, más tarde, había sido nombrado conservador del Museo de Historia Natural de la ciudad de Bergen, al suroeste de Noruega. También cruzó los campos helados de la gran isla blanca sobre esquís, en 1888. A la vuelta de esta aventura, dos años más tarde, relató sus experiencias en “La primera travesía de Groenlandia”, y “La vida de los esquimales”.



La exploración del continente antártico y sus mares circundantes, entre fines del siglo XIX y mediados del XX, constituye una historia que todavía tiene enorme interés para muchos, a pesar de que los medios actuales permiten realizar con relativa facilidad viajes que en aquella época constituían proezas casi sobrehumanas. En su momento esas expediciones atrajeron poderosamente la atención pública. El rescate del grupo fue dirigido por el sueco Otto Nordenskjöld, a finales de 1903 y la corbeta de la Armada Argentina “Uruguay”, y fue publicado a página entera por el rotativo inglés The Times. Sin embargo, el primer vuelo de los hermanos Wright, unas semanas más tarde, no apareció mencionado en ningún lugar de dicho periódico.



También en esta expedición hubo algunos episodios que, por sus extraordinarias características, encendieron especialmente la imaginación de miles de lectores sobre los relatos que se narraban en el periódico. Entre ellos se cuenta, ante todo, la trágica marcha al Polo Norte de Robert F. Scott junto a cuatro compañeros, quienes partieron desde la costa del mar de Ross, en la longitud aproximada de Nueva Zelandia. La expedición llegó el 18 de enero de 1912, y descubrieron que no habían sido los primeros en arribar a aquel lugar, pues Roald Amundsen los había precedido un mes antes. Todos los miembros de esa expedición perecieron en el viaje de regreso cuando estaban a menos de 20 kilómetros de un depósito de alimentos y combustible que les habría permitido salvarse.

Rafael Calvete ©



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